Introducción

La noticia encabezó todos los titulares: Corte Suprema rebaja condena al agresor de Nabila Rifo. En un fallo dividido, los ministros de la segunda sala acogieron parcialmente el recurso de nulidad contra la sentencia de primera instancia, no dando por acreditado el dolo homicida del autor, con lo cual se recalifica el tipo penal, rebajando la sentencia de 26 a 18 años de presidio. La polémica estalló de inmediato. El abogado del Ministerio del Interior, Luis Correa Bulnes dijo que el delito “es femicidio frustrado aquí y en la quebrada del ají” . La candidata presidencial Beatriz Sánchez tuiteó que la “justicia no puede seguir siendo cómplice de femicidios” . Incluso el futbolista Arturo Vidal reaccionó pidiendo “No más impunidad! q las leyes se hagan notar” (sic). Según el punto de vista de los indignados, el delito misógino más espeluznante que ha conocido la opinión pública habría encontrado en nuestro Tribunal Supremo un refugio machista y condescendiente con la violencia de género.

Por supuesto, muchos penalistas criticaron la sentencia, algunos con buenos argumentos. Al respecto, el profesor Gonzalo Medina opinó que la calificación de si se había acreditado el dolo directo era “el punto más conflictivo del fallo, porque creo que hay buenos argumentos para los dos lados” . Con todo, aquí queremos llamar la atención sobre los presupuestos conceptuales desde donde se formula la crítica. En la medida que se trate de consideraciones jurídicas, los reparos son absolutamente legítimos. El problema se presenta cuando el reproche se hace por consideraciones que van más allá del ámbito del derecho.

¿Deben los jueces hacer que la sociedad avance hacia algún fin o limitarse a hacer justicia en los casos que conocen de conformidad a la ley? En este documento defendemos lo segundo, pero reconociendo la dificultad que ello supone para los tribunales de justicia, particularmente tratándose de juicios espectaculares. En efecto, como señala Guy Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes” [1]. Lo propio de este tipo de procesos es que en ellos se tramitan problemáticas que exceden, con mucho, la consideración jurídica. Cuando un caso se vuelve emblemático, pasa a simbolizar los conflictos de la sociedad que hizo posible su ocurrencia.

 

Juicios espectaculares

La historia registra varios casos de juicios mediáticos y altamente controvertidos. En todos observamos dos características. La primera es el rol que juega la prensa. El cuarto poder —como llamara Edmund Burke a los medios de comunicación— ejerce una enorme influencia sobre la actividad de los tribunales de justicia. En algunas ocasiones, los jueces consiguen resistir los embates de la prensa, pero no siempre. La segunda característica es que rara vez los casos se vuelven atractivos por una consideración puramente jurídica. En su mayoría, se trata de juicios con fuertes implicancias políticas, sociales, valóricas o raciales. No sólo el tribunal tramita el proceso. Observando el espectáculo, la sociedad procesa sus propios conflictos. Más que desarrollar esta idea en abstracto, hemos querido graficar el fenómeno narrando los juicios más espectaculares de nuestra era.

En la década de 1890, el infame caso Dreyfus dio rienda suelta a las pulsiones nacionalistas y antisemitas en la prensa y la sociedad francesa del fin de siècle. Poco importó la debilidad de las pruebas de traición contra el capitán Dreyfus, acusado de colaborar con los alemanes durante la guerra franco-prusiana. Su condición de judío y alsaciano fue suficiente para fundar las acusaciones. Cuando Émile Zola publica en un diario matutito su célebre J’acusse…! denunciando la injusticia del proceso, es claro que el verdadero tribunal se ha trasladado desde el Palacio de Justicia de París hacia la opinión pública.

En 1961, por medio del proceso instruido contra el criminal de guerra Adolf Eichmann, el Estado de Israel quiso relatar al mundo los horrores del holocausto judío bajo el régimen nazi. La filósofa Hannah Arendt —que asistió a las audiencias como corresponsal del New Yorker— observó que el proceso había sido minuciosamente diseñado como un espectáculo. “Queremos que la opinión pública sepa que no sólo la Alemania nazi fue la culpable de la destrucción de seis millones de judíos —dijo el primer ministro israelí de la época, David Ben Gurión—, queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse” [2] . El fiscal describió todos los infortunios del pueblo judío, incluyendo el cautiverio en Egipto, el exilio en Babilonia y la diáspora. Una y otra vez, relató minuciosamente cada uno de los horrores del holocausto a manos de los nazis. Al final de cada discurso, apuntaba al banquillo del acusado, clamando: “¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de todo lo ocurrido!” [3] . Por supuesto, los jueces del Estado de Israel se resistieron a desempeñar el rol de actores en una escena teatral e intentaron por todos los medios contener el juicio dentro del cauce del derecho. En palabras de Arendt, “pese a los esfuerzos de Ben Gurion y de su portavoz el fiscal, allí, en el banquillo de los acusados, había un hombre de carne y hueso. Y si a Ben Gurión no le importaba «la sentencia que se dictara contra Eichmann», también es cierto que la única tarea del tribunal de Jerusalén era la de dictar sentencia” [4] .

En 1995, el jugador de fútbol americano, OJ Simpson —un hombre negro— fue absuelto del asesinato de su ex mujer y de un amigo suyo —ambos de raza blanca—. El juicio acaparó la atención de la prensa a tal punto que más de la mitad de la población estadounidense siguió el veredicto por televisión. Cuando las cámaras mostraron a Simpson tratando infructuosamente de que le cupieran los guantes manchados con la sangre de la víctima, el destino del juicio quedó sellado. Muchos afroamericanos creyeron que la policía había incriminado a Simpson injustamente. Aunque él nunca quiso jugar ese rol, la prensa lo convirtió en un símbolo de la división racial en Estados Unidos. El día de su absolución, uno de los miembros del jurado elevó su puño en gesto de solidaridad. La televisión yuxtapuso imágenes de gente blanca horrorizada con la imagen de gente negra celebrando. Según una encuesta de 1994, el 63% de los blancos creía que Simpson era el culpable, lo cual era compartido por sólo el 22% de los negros. Para 1997 —año en que un tribunal civil declaró a Simpson culpable de los hechos— estos números se habían extremado a un 82% y 31%, respectivamente .

Entre nosotros, también se han dado juicios altamente mediatizados. En la década de 1960, la aplicación de la pena de muerte contra Jorge del Carmen Valenzuela, más conocido como el Chacal de Nahueltoro, levantó una fuerte controversia debido a la contradicción que constituía rehabilitarlo y luego darle muerte. Más recientemente, bajo el gobierno de Ricardo Lagos, el llamado caso coimas supuso el fin de la carrera política de Patricio Tombolini, no obstante haber sido absuelto por la justicia. Tombolini se convirtió en el símbolo de los sucesivos escándalos de corrupción bajo los gobiernos de la Concertación. En 2014, la justicia absolvió a Juan Manuel Romeo, el tío de computación del jardín infantil Hijitus de la Aurora, acusado de violación y abusos sexuales en 2012. Según quedó demostrado, el caso se construyó sobre una escalada de suspicacias y miedos de los apoderados del jardín, lo cual desató la paranoia de quienes temían que sus hijos fueran víctima de abusos de pedófilos.

Con todo, quizás el caso más emblemático de nuestro pasado reciente es el juicio contra los asesinos de Daniel Zamudio. En 2012, el joven homosexual murió luego de ser atacado y torturado en el parque San Borja por un grupo de jóvenes, vinculados a agrupaciones neonazis. El ataque se convirtió en un símbolo de la violencia homofóbica. Cientos de personas realizaron velatones afuera de la Posta Central, acompañando a la familia Zamudio hasta que Daniel hubo muerto. El día del funeral, el cortejo fúnebre recorrió varias comunas y fue recibida por miles de manifestantes pidiendo justicia. El caso llamó la atención de la prensa internacional y gatilló la dictación de una ley antidiscriminación, apodada ley Zamudio.

Sin embargo, el expediente judicial relataba una historia más compleja que la retratada por la prensa. Ciertamente, hubo motivaciones homofóbicas, pero otras hebras se entrecruzaban: historias de marginalidad, violencia y sinsentido. Ni la prensa ni el país quiso ver nada de esto. En palabras de Óscar Contardo, “el crimen de Daniel Zamudio rápidamente se transformó en el de un joven homosexual atacado por neonazis. Dos carátulas contrapuestas sin nada en medio: homosexual y neonazis. […] Las etiquetas sintetizan y tranquilizan” .

La legitimidad de los jueces

Volvamos al caso de Nabila Rifo ¿Por qué Beatriz Sánchez acusa a la Corte Suprema de ser cómplice de los femicidios? Es evidente que ninguno de los miembros de la Corte aprueba la violencia contra las mujeres, ni mucho menos que hayan cometido femicidios ellos mismos. Entonces, ¿a qué se refiere la candidata del Frente Amplio? El fundamento de la acusación parece estar en un supuesto déficit en el ejercicio del poder de la Corte Suprema y lo que se espera del mismo. Pero, ¿qué es lo que se espera de los jueces?

Por supuesto, responder esta pregunta supone suscribir alguna idea de legitimidad de la autoridad judicial. Debemos acatar las decisiones de la judicatura —nos gusten o no— porque los jueces ejercen una autoridad legítima . Pero una autoridad puede ser legítima por distintas razones. La legitimidad no es un estándar universal y abstracto que se aplique de manera atemporal. Que una autoridad sea legítima significa que los gobernados creen en el discurso que justifica el uso de dicho poder [5]. Estos discursos van cambiando con el tiempo e, incluso, varios de ellos pueden convivir simultáneamente [6]. Por cierto, según veremos más adelante, entre nosotros convive un discurso de legitimidad republicano y liberal con una comprensión del poder distinta, de tintes totalizantes e ilusorios.

Bajo el régimen liberal y republicano, la autoridad se legitima en la medida que cumpla con una serie de estándares: el respeto del Estado de Derecho, la observancia del principio de separación de poderes, el cumplimiento de la voluntad democrática expresada por sus órganos representativos y la protección de los derechos fundamentales. En concreto, el ejercicio de la actividad jurisdiccional se legitima en la medida que dé cumplimiento a la ley y fundamente racionalmente sus decisiones. Cualquier desvío en esta tarea supone una intromisión en las atribuciones del Poder Legislativo. Además, cuando el juez falla intentando legislar —esto eso, cuando busca promover una agenda o un propósito que va más allá de las circunstancias del caso y los derechos de las partes— instrumentaliza el proceso y desatiende su propia función, cual es la de juzgar el caso concreto. De este modo, los derechos y pretensiones de las partes pasan a ser medios para los fines políticos, sociales o valóricos que el juez busca conseguir con la dictación de la sentencia.

Esto último es precisamente lo que ocurre cuando el juez cede a las presiones que, según vimos, se hacen presentes en los juicios espectaculares. Es lo que sucedió en la sentencia contra el capitán Dreyfus: los jueces desatendieron las normas procesales y sustantivas que regían el caso y, en vez, decidieron complacer las demandas populares. El resultado fue una injusticia flagrante. No obstante, incluso cuando se hubo revelado la falsedad de las pruebas, muchos antidreyfusards siguieron creyendo que la razón de Estado justificaba que los tribunales sacrificaran a un judío de Alsacia en aras del honor del ejército francés. Guardando las proporciones, lo mismo ocurre cada vez que se subordina la aplicación estricta de la ley a otras consideraciones, como avanzar en alguna lucha o reivindicación social, por muy justificada que ésta sea. De este modo, se diluye la separación de los poderes del Estado, debiendo todos los poderes perseguir las mismas metas, conforme a la misma agenda.

Además de totalizante, esta mirada tiene algo de ilusoria y cuasi religiosa. En efecto, la sentencia es entendida como una expiación de los males que nos aquejan, particularmente tratándose de juicios criminales. De pronto, es como si la tarea de los jueces dejara de ser aplicar correctamente las normas del derecho para el caso concreto, sino que solucionar los problemas de violencia contra las mujeres, erradicar la homofobia, acabar para siempre con la corrupción al interior del Estado o impedir que los pederastas abusen de los niños. Se atribuye a la sentencia —que tiene efecto entre las partes— una fuerza expansiva equivalente a la generalidad y abstracción propia de la ley. Pero mientras que la ley se funda en la racionalidad ilustrada, la condena judicial nos retrotrae a una lógica sacrificial. Así, Dreyfus habría pagado por la derrota de Francia en la guerra contra Alemania, y la absolución de OJ Simpson habría reivindicado a los negros frente a la opresión blanca. Si justificamos la autoridad judicial en función de la carga simbólica de sus decisiones, se sigue que los jueces se encontrarían en falta cada vez que no cumplan con este deber expiatorio. En la escalada simbólica de los juicios espectaculares, la justicia a las partes pasa a un segundo plano.

Los jueces no pueden cumplir con dichas expectativas. Tampoco deben hacerlo. Lo primero es claro. Por supuesto, los femicidios, violaciones y abusos no pueden quedar impunes. Pero la violencia contra las mujeres es un fenómeno en el que inciden consideraciones culturales, educacionales, sociales y económicas. Ningún pronunciamiento judicial puede resolver el problema definitivamente. A la hora de cambiar las condiciones que permiten la producción de estos delitos, las sentencias tienen un efecto limitado. Es cierto que, a veces, un juicio puede generar un impacto emblemático importante, llamando la atención sobre nuestros déficits sociales, pero ello también puede ser engañoso. Cuando se dictó la sentencia condenatoria contra los asesinos de Zamudio todos quisimos creer que ello marcaba un antes y un después. En alguna medida, así fue. Sin embargo, en diciembre de 2017, en la comuna de La Cisterna, asesinaron a Vicente Vera, un hombre homosexual que se encontraba junto a su pareja arreglando el antejardín de su casa. El hecho apenas llamó la atención de la prensa. Ello demuestra que las condiciones que posibilitaron el crimen contra Zamudio siguen operativas, no obstante la condena contra sus asesinos. Asimismo, si no cambian las condiciones que favorecen la violencia contra las mujeres, volveremos a presenciar casos de femicidio, con independencia de cuántos años de presidio se le hayan asignado al agresor de Nabila Rifo.

Tampoco es tarea de los jueces solucionar todos nuestros conflictos. En estricto rigor, ellos sólo deben resolver sobre los casos que conocen, conforme a lo que manda la ley. Para lo demás, tenemos legisladores, gobiernos, las instituciones de la sociedad civil y nuestra propia responsabilidad personal. En esto, las condenas ejemplares pueden acabar siendo contraproducentes. Llevan nuestra mirada a los casos más extremos y tranquilizan nuestra conciencia, permitiéndonos descansar en un repudio compartido. Cuando todos estamos de acuerdo en castigar con el máximo de la pena a nuestros peores criminales, se produce una ilusión de unidad. De pronto, podemos decir al unísono “esto es bueno, esto es malo y esto es inadmisible”. Pasamos por alto los restantes grandes y pequeños desacuerdos, conflictos y contradicciones que constituyen la vida en sociedad. Poniendo sobre los hombros de los jueces la tarea de hacerse cargo de estas problemáticas, nos desentendemos de nuestra propia responsabilidad en la materia.

4. Conclusión

Cuando los juicios se convierten en espectáculos, resulta muy difícil para los jueces ejercer su oficio fielmente, con modestia y apego a la ley, resistiendo a la tentación de convertirse en actores políticos. Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con la sentencia de la Corte Suprema en el caso de Nabila Rifo, pero es necesario reconocer que los razonamientos que la sustentan están basados en el derecho. Habida cuenta del contexto que rodeó el caso, la determinación de la Corte Suprema de restringir la discusión a una cuestión jurídica es encomiable.

 


[1] Debord, G, La Société du Spectacle, Archivo Situacionista Hispano, 1998, p. 8.

[2] Arendt, H, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, 2003, p. 8.

[3] Id, p.10

[4] Id, p. 17

[5] Williams, B, In the beginning was the Deed, Princeton University Press, New Jersey, 2005, p.10.

[6] Por ejemplo, los pueblos de la antigüedad creían que la legitimidad de los gobernantes estaba dada por su ascendencia divina. Los filósofos griegos, por su parte, introdujeron la idea de que un gobernante es legítimo cuando actúa conforme a la razón. El vínculo moderno entre el ejercicio del poder y la posesión de un saber racionalmente fundado es una herencia helénica. Obedecemos a la política económica de los gobiernos porque creemos que los técnicos del Ministerio de Hacienda saben más que nosotros de economía. Acatamos las decisiones de los jueces porque los creemos conocedores de la ley.