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El silencio de Collipulli

Simbólicamente hablando, parece que los dos mecánicos no eran las víctimas correctas, ni los doce comuneros mapuches los victimarios esperados.

La opinión pública es un monstruo enigmático. Hasta hace tres semanas, dábamos por cierta la siguiente regla: cuanto más horroroso sea un caso criminal, mayor atención le prestarán los medios. Luego de que un grupo de neonazis torturó y asesinó a Daniel Zamudio, la prensa no habló de otra cosa por meses. Este interés puede transformarse en una obsesión morbosa, como cuando Nabila Rifo sufrió mutilaciones a manos de su ex pareja y el deseo de un canal por conocer los detalles más escabrosos le valió cargos por “sensacionalismo y truculencia”.

Todo haría pensar que un caso de secuestro, tortura, mutilaciones, asesinato y descuartizamiento habría provocado el mayor ruido mediático jamás visto en democracia. En los últimos 30 años habíamos sabido de noches de horror —como las protagonizadas por Cupertino Andaur, el “Tila”, o los victimarios de Zamudio o Rifo—, pero no de once días seguidos de horror. Los móviles criminales y la crueldad sin límites de un grupo de doce personas en pleno uso de sus facultades y deliberadamente confabuladas para torturar y asesinar, debieron paralizar al resto de la agenda pública.

Pero en los buscadores de noticias de internet, las últimas menciones públicas de las torturas de Collipulli son de hace dos semanas. Dos semanas sin indagaciones de la prensa ni declaraciones de políticos. Ya es más largo el olvido que la corta conmoción inicial. ¿Alguien vio a la opinión pública pidiendo las penas del infierno? ¿Por qué el caso judicial más espantoso en décadas no interesa a nadie?

La sociedad utiliza los juicios mediáticos para tramitar conflictos que exceden las particularidades de cada caso. En el ideario colectivo, la muerte de Daniel Zamudio y las mutilaciones de Nabila Rifo representaron los emblemas de la homofobia y el machismo. ¿Era la primera vez que ocurrían delitos de esta naturaleza? Para nada. En las páginas de la crónica roja los crímenes contra mujeres y homosexuales venían acumulándose por años. Sin embargo, estos crímenes y no los anteriores sirvieron de ocasión para que la sociedad dijera basta.

En cambio, la sociedad chilena todavía no está harta de la impunidad de los violentistas y el quiebre del Estado de derecho en la macrozona sur. Simbólicamente hablando, parece que los dos mecánicos no eran las víctimas correctas, ni los doce comuneros mapuches los victimarios esperados. Como en otras materias, a los líderes de opinión les ha bastado con condenar genéricamente la violencia y luego barrer el asunto bajo la alfombra.

Todo estaría muy bien si la consecuencia fuera dejar a los jueces hacer su tarea. Cuando los juicios se mediatizan, pierde la justicia, porque los jueces se ven presionados para establecer condenas desproporcionadas. Sin embargo, lo contrario también es válido: no pocas veces las condenas tibias vienen seguidas de la inversión de los roles de la víctima y el victimario. Lo saben las víctimas de los delitos cometidos por los “presos de la revuelta”, hoy transfigurados en héroes contra la represión. Y lo saben también los familiares de los Luchsinger-Mackay, cuyos asesinos fueron canonizados mártires de la causa mapuche.

Puede que los criminales de Collipulli reciban una justa condena. Y puede que, siendo tan brutal el caso, la inmoralidad de cierta opinión pública no alcance para dar vuelta la historia. Pero es indudable que el silencio de políticos y periodistas aseguran al menos una cosa: más violencia en La Araucanía.

Columna de José Miguel Aldunate, publicada en Diario Financiero.